Hablarle a la adicción

por Leonardo Scanonne

Crónica de una sesión grupal en un centro de rehabilitación.

Un martes cualquiera de Septiembre estoy en un antiguo edificio de esos con puertas grandes y techos altos, como tantos otros de la Ciudad de Buenos Aires, para hacer una crónica. Está a punto de comenzar la reunión. En la sala principal, hay una cafetera llena, un círculo de sillas y un grupo de gente de diversas edades. Me sumo a ellas. Algunos ríen, otros llevan el ceño fruncido. Ingresan Juan, consejero en adicciones, y Leonardo, psicólogo. Después, entra Carla, la última en llegar, y saluda a todos, que responden con un “hola” general.

Entre el ruido, los presentes se pasan tazas de café y hablan fuerte, casi a los gritos. Juan empieza a aplaudir para llamar la atención del grupo: “bueno, chicos, basta de joder que arrancamos la recuperación”. Se escuchan risas y chistes hacia Juan, a quien se le escapa una sonrisa. Leonardo y Juan son los coordinadores del centro de rehabilitación Motivar, ubicado en Rodríguez Peña 600. Leonardo toma la palabra y les dice que hoy van a hacer algo distinto a lo que venían haciendo: hoy cada uno le va hablar a su adicción, le va a dar entidad de persona y le va a decir todo lo que siente.

Colocan dos sillas enfrentadas y el grupo se ubica detrás; “que comience alguno”, dice Juan. Entonces se levanta Luca, se sienta frente a una silla vacía, mueve las manos y mira hacia atrás, a sus compañeros, levanta las cejas y sonríe. Juan se le acerca y le dice al oído: “Pensá que ahí está tu adicción, decile todo lo que te hizo, por todo lo que te hizo pasar, descargate”. Luca se toma dos minutos, respira profundo, se inclina hacia delante y comienza: “Primero, te tengo que decir que me lastimaste mucho, me lastimaste a mí y a las personas que me rodean, te odio”. Se hace un largo silencio. Continúa: “Me hiciste hacer cosas que nunca quise. Al principio me encantabas, no te puedo mentir, la pasamos bien juntos, pero al final dominabas mi vida, me hiciste robar, herir y hasta hubiese matado por vos. Me hiciste mierda. Hoy seguís en mi cuerpo aunque sos una parte chiquita; sé que si te doy de comer un poco, volvés. Juro que no te quiero dar esa satisfacción, te detesto”. Luca respira agitado y empieza a llorar. Juan se acerca, lo levanta y le da un abrazo fuerte. Le da un beso en el cachete y le dice: “Ya está, ya pasó; te quiero mucho”. Cuando Luca vuelve a su lugar, parte del grupo se acerca a él y le da ánimos; algunos acompañan las lágrimas, otros lo miran. Leonardo se pone de pie y dice: “El siguiente, vamos, che, ¡qué queda mucho por sanar!”.

Carla, a paso lento, se acerca a la silla. Por la ventana entran los rayos del atardecer y el centro de la ciudad comienza a vaciarse. Se sienta, está vestida de blanco y usa unos zapatos negros que le dan varios centímetros de más. Al mover su pierna izquierda, el taco del zapato choca contra el piso de madera. Se inclina hacia atrás, cruza las piernas y con su mano derecha se agarra la pera, se toma unos segundos y habla. Carla es adicta al juego, tiene 65 años, es una “señora bien”, según se define, del barrio de Belgrano de la Ciudad de Buenos Aires; ninguna de sus amigas sabe que todos los martes asistea Motivar. “Les miento, digo que estoy haciendo un taller de pintura”. Su adicción comenzó cuando se juntaba con sus amigas a jugar al bingo, por las tardes, mientras sus maridos trabajaban: “era algo que hacíamos para pasar el tiempo”. Pero a ella le gustó un poco más, y terminó vendiendo hasta el termotanque de su casa para seguir jugando. Es la madre de tres hijos que no ve hace más de cinco años. Los llama para contarles que hace cuatro meses que no “pisa”un bingo, ni juega en las maquinitas, ni ruleta, ni poker, ni mesas clandestinas, ni nada, pero ellos no le responden: ya no le creen. Cada treinta segundos se pasa la mano derecha sobre su oreja, acomodándose el pelo.

Carla vuelve a su silla y espera. Leonardo, el psicólogo, me llama y dice que es mi turno. Yo lo miro con los ojos abiertos. Mis manos tiemblan: esta sensación- pienso- la tuve antes. Le digo que yo no sufro de ninguna adicción, que estoy acá para hacer una crónica. Leonardo me mira de arriba abajo, le habla a Juan al oído y comienzan a explicarme que estoy hace un año, que por la cocaína y el alcohol casi pierdo mi vida. El temblor otra vez. Náuseas. Ganas de ir al baño. Sed. Me siento en la silla. Observo la otra, la vacía, y empiezo a hablarle. Sin pensar me veo a mí pero un año atrás. Oscuro, con otra mirada, sin saber qué hacer, recuerdo todas las cagadas que me mandé, pienso en ella, en Mariana; vuelvo a estar ese día en el que les conté a mis viejos que tenía problemas y a mí vieja diciéndome “menos mal que te soltaste a hablar porque hoy te íbamos a echar de casa”. En la sala hay un silencio tenso, la luz del sol ya desapareció y siento la noche. Mi compañera, la que me vio hacer las mil y una. La hija de puta de la noche. Lloro, no paro de llorar. Leonardo se acerca a abrazarme y dice: “Feliz año limpio Leo, suerte y adelante”.

En la sala principal sólo se escucha el ruido de los colectivos que pasan sobre la calle Rodríguez Peña. Juan pide que nos pongamos de pie y hagamos “el círculo”, tal como todos los martes, para darle un cierre al grupo. Nos colocamos uno al lado del otro, y ponemos nuestros brazos por encima de los hombros de los compañeros. Juan dice unas palabras para los que llevamos más tiempo en el tratamiento, para que no nos olvidemos de donde vinimos, y a los nuevos les da ánimo para continuar. Cuando termina de hablar, todos cerramos los ojos y el círculo se desarma. Luego empezamos a abrazarnos uno por uno, sin apuro, sin despegar las manos de la espalda del compañero.